Una luz de esperanza en un tiempo de sombras
La acogida de nuestros hermanos y
hermanas refugiadas de la guerra en Ucrania.
En estos tiempos revueltos, cada día llegan a nuestro país cientos de personas refugiadas que huyen de los horrores de la guerra en Ucrania, que está sembrando violencia, muerte y destrucción.
La información disponible apunta a la acogida de 31 mil personas procedentes de Ucrania, repartidos entre mujeres, hombres y niños. Estas personas desplazadas llegan en una situación de gran vulnerabilidad, marcada por el trauma de la brutalidad de quienes disparan indiscriminadamente contra objetivos civiles y militares, ya sean almacenes estratégicos de municiones y equipos militares o escuelas, hospitales y zonas residenciales. Las imágenes que nos asaltan a diario en el calor de nuestros hogares son de una violencia sin parangón, reflejo de la angustia de este conflicto, que insiste en prolongarse.
En estos tiempos oscuros, nos ha sorprendido el movimiento de acogida de nuestras hermanas y hermanos ucranianos, que se ha extendido a un buen número de instituciones portuguesas, en el ámbito público y privado. La generosidad con la que muchas familias han estado dispuestas a proporcionar alojamiento, a menudo compartiendo sus propias casas, es notable. Las atrocidades denunciadas en los medios de comunicación han suscitado una ola de solidaridad, multiplicándose los gestos, las prácticas y los procedimientos concertados de acogida e integración, que expresan la generosidad del pueblo portugués.
Las entidades y servicios de la administración central, local y regional han puesto en marcha mecanismos de cooperación, articulándose con instituciones privadas de solidaridad social, organizaciones no gubernamentales, asociaciones y comunidades al servicio de la causa de la acogida, en un esfuerzo encomiable que tiene paralelos en otros países europeos, uniendo Oriente y Occidente.
Sin embargo, las exigencias de la tarea de acogida nos desafían y nos plantean serios retos.
Esta afluencia de inmigrantes puede ser una oportunidad para reinventarnos como país y como sociedad, sentando las bases de una política humanista, basada en el diálogo y la cooperación institucional, y en el fomento de asociaciones sólidas entre los sectores público y privado. La persona humana debe situarse en el centro de la acción de los agentes sociales, económicos, políticos y culturales, en un movimiento transversal a los distintos sectores, asumiendo las instituciones eclesiales una responsabilidad particular en este proceso de cambio.
Es importante mantener vivo, durante los próximos meses, el entusiasmo con el que nos hemos preparado para recibir a miles de migrantes. En su mensaje de Cuaresma, el papa Francisco nos recuerda que la bondad, el amor, la justicia y la solidaridad no se alcanzan de una vez por todas, sino que se conquistan día a día. Cuando las dificultades que se avecinan se intensifican y afectan a nuestro bienestar diario, debemos mantener la calma y no rendirnos, recordando que el éxito de la integración es un factor determinante para el crecimiento económico y la cohesión, la justicia y la paz social, que aporta -a pesar de las inevitables tensiones y limitaciones- innumerables beneficios.
La presencia de personas extranjeras nos pone frente a nuestros límites, estimulando el cambio real, en beneficio de una mayor proactividad y dinamismo cultural, social y económico.
Tocando la carne de nuestros hermanos y hermanas que sufren, curando sus heridas, tocamos el cuerpo de Cristo que vino a salvar a "los perdidos y a redimir a los oprimidos". En una época en la que prevalece la cultura de la guerra y las naciones se refugian en la falsa seguridad del armamento, se nos invita a resistir al mal sembrando ternura.
Otro gran reto que nos plantea el proceso de integración es el de la comunicación. Un gran número de estas personas emigrantes sólo habla ucraniano y ruso, lo que les dificulta las cosas. También sufren traumas complejos y necesitan atención psicológica y médica. Sin embargo, no hay acogida sin escucha, lo que presupone desde el principio una mente libre de prejuicios y un corazón capaz de callar para escuchar mejor y comprender las preocupaciones y esperanzas del otro. Los verbos escuchar, reflexionar, discernir y comprender adquieren una expresión particular en este proceso.
El diálogo requiere perseverancia y paciencia y debe fomentarse también a nivel de las Iglesias y comunidades cristianas, en sus relaciones internas y con las demás comunidades religiosas que desempeñan un papel decisivo en la buena integración de personas ucranianas.
Es el momento de poner en práctica la llamada del papa Francisco a construir una Iglesia sinodal, en proceso de salida, frente a la fragmentación y los modos de pensar cerrados que marcan las sociedades contemporáneas.
El difícil equilibrio entre la urgencia de cuidar con ternura y la necesidad de no asfixiar implica la práctica de la proximidad que potencia el indispensable acompañamiento de las familias, perseverando, sin embargo, el espacio de autonomía e intimidad de las familias eslavas, con respeto a su identidad cultural.
Debe haber una garantía de que los datos confidenciales proporcionados por las personas inmigrantes ucranianas siempre se utilicen en su mejor interés y en el de sus familias.
Creemos que quien acoge personas refugiadas debe hacerlo con la sensibilidad y formación necesarias, respetando la dignidad de la persona humana.
Por otro lado, será necesaria una coordinación más eficaz de la actuación de las distintas entidades públicas implicadas en la acogida de estas personas.
El trato dado a las personas de esta nacionalidad las coloca en una posición privilegiada, en comparación con otras refugiadas y migrantes, previendo el surgimiento de tensiones entre migrantes de diferentes orígenes y el agravamiento del descontento de las personas desplazadas que enfrentaron dificultades en el proceso de acogida. Desde este punto de vista, es necesario generar procesos que permitan identificar, para superarlos, los prejuicios profundamente arraigados en la sociedad portuguesa, mejorando las políticas y procedimientos para la integración de los inmigrantes.
Estos desafíos no pueden superarse sin transformaciones profundas, sin conversión personal e institucional en favor del bien común y la promoción de la dignidad humana. Que las palabras del papa Francisco sirvan de inspiración:
Pido a Dios «que prepare nuestros corazones al encuentro con los hermanos más allá de las diferencias de ideas, lengua, cultura, religión; que unja todo nuestro ser con el aceite de la misericordia que cura las heridas de los errores, de las incomprensiones, de las controversias; la gracia de enviarnos, con humildad y mansedumbre, a los caminos, arriesgados pero fecundos, de la búsqueda de la paz» (FT, 254).